MISA CRISMAL

En la fiesta de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote

“El Espíritu del Señor está sobre mí y me ha ungido para llevar la Buena Nueva a los pobres” (Lc 4, 18)

Queridos sacerdotes, la circunstancia que vivimos ha impedido que en este año pudiéramos reunirnos para celebrar juntos la Misa Crismal, pero desde aquí les expreso todo mi cariño y cercanía de padre, hermano y pastor para animarlos en la esperanza, que, siendo una virtud teologal, exige de nosotros el esfuerzo personal de sostenernos en la confianza en Dios, dejándonos sorprender y ungir por su Espíritu que nos renueva y fortalece. Sí, Jesús antes de iniciar su misión fue ungido por el Espíritu del Señor. Hoy vamos a bendecir estos óleos santos, para que nosotros y el pueblo de Dios seamos ungidos, recordando con amor y gratitud el santo crisma con que nosotros sus sacerdotes fuimos ungidos para la misión (Por eso te ha ungido Dios, tu Dios, con perfume de fiesta, entre todos tus compañeros” Heb 1, 9).

El anhelo que Jesús manifiesta a sus discípulos en el Cenáculo cuando les dice «Cuanto he deseado celebrar esta Pascua con ustedes, antes de padecer» (Lc 22, 15), y las palabras del salmo 39 que expresan «Aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad» (Sal 39, 7-8), iluminan las condiciones en las que estamos celebrando hoy la Misa Crismal, en esta fiesta de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, las cuales nos piden un discernimiento profético, para saber escuchar y ser dóciles al Espíritu que nos inspirará las acciones concretas para responder a este gran desafío pastoral.

El Sacrificio de Cristo, anticipado en la Cena de Pascua, expresa el ofrecimiento que Él hace de su vida por nosotros y el establecimiento de la alianza de comunión entre Dios y los hombres. La Pascua comprende así la dolorosa pasión y muerte, y el gozo de la resurrección de Cristo, y constituye el centro de su Sacerdocio, que Él ha querido compartir con nosotros y quiere que su Pascua sea también el centro de nuestra vida, para que vivamos muriendo y resucitando en Él a favor de nuestros hermanos.

Este Sacerdocio manifiesta una relación de amor entre el Padre y el Hijo, y entre el Padre y el Hijo con nosotros. El Hijo que se entregó a la muerte, lo hace por amor a su Padre, como expresa en el Getsemaní «¡Padre mío, si es posible que se aleje de mí este cáliz, pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres!» (Mt 26, 39). Al mismo tiempo, el Sacrificio del Hijo manifiesta el amor del Padre por él, como Jesús mismo lo afirma «El Padre me ama, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo» (Jn 10, 17). De este modo, la muerte del Hijo es expresión del amor misericordioso del Padre por nosotros (cf. Jn 3, 16), y es expresión del amor del Hijo por todos (cf. Jn 15, 13). Así, podemos decir que el sacerdocio de Cristo está centrado en su amor al Padre y su amor a nosotros y ésta es la fuente y el modelo para vivir nuestro sacerdocio.

Iluminados por este modo de obrar de Jesús en su Pascua, es posible comprender la crisis ocasionada por la pandemia como una experiencia de sufrimiento con historias que tienen nombre y rostro de los que han enfermado, de sus familias y de quienes cuidan de ellos hasta el agotamiento; como una experiencia de dolor de los que no han podido despedirse de los seres queridos que murieron contagiados, de los que sufren violencia al interior de sus casas en el confinamiento, y de los que tienen que soportar las carencias económicas, sobre todo, los más pobres; y como una experiencia de muerte, experimentada incluso al interior de nuestro presbiterio. Además de las otras situaciones dolorosas que vive México, la pandemia nos ha hecho experimentar nuestra fragilidad e impotencia; hemos experimentado la precariedad y la urgencia de la acción pastoral en medio de esta realidad singular que estamos viviendo como Nación y como humanidad. Pero la fe, queridos hermanos, nos hace tener la certeza de que la pandemia misma es un signo de los tiempos y, a través de ella, Dios nos invita a no perder la confianza en Él ni la esperanza en la resurrección que debemos testimoniar: ser sacerdotes de esperanza.

Queridos sacerdotes, el Señor nos ha participado de su pasión a través de esta pandemia, cuando «nuestros modos habituales de relacionarnos, organizar, celebrar, rezar, convocar e incluso afrontar los conflictos fueron alterados y cuestionados por una presencia invisible que transformó en desdicha nuestro vivir diario»[1]. Esto nos ha exigido compartir el dolor con nuestro pueblo, como Jesús lloró la muerte de su amigo Lázaro (cf. Jn 11, 35), porque «Saber llorar con los demás, esto es santidad» (GetE 76). A pesar de este dolor, les invito a mirar el futuro con la esperanza de la resurrección, confiados en que resurgiremos con la alegría de habernos convertido en mejores personas y, sobre todo, en mejor presbiterio. El dolor vivido con fe, esperanza y caridad en la pandemia nos llevará a transformar nuestra vida sacerdotal, con un cambio profundo en nuestro modo de pensar y de vivir nuestro ser y quehacer sacerdotal que nos conduzca a participar en la donación total de Cristo en la Cruz.

Sé muy bien que no será fácil evitar quedarnos en la queja de quienes afirmarán que pudimos haber actuado de otra manera ante la pandemia; que no será fácil encontrar el camino a seguir al enfrentarnos a la realidad traída por esta situación crítica; sé bien que corremos el riesgo de encerrarnos en nosotros mismos y adormecer nuestro espíritu misionero, cayendo tal vez en un exagerado optimismo que nos impedirá asumir la dimensión de los acontecimientos (cf. EG 226-228); sé bien que podemos caer en la tentación de pretender responder a la realidad, después de la pandemia, con actividades parecidas a las que tenemos hoy, esperando tal vez que todo vuelva a “la normalidad”, ignorando las heridas profundas de nuestro pueblo y siendo incapaces “para convocar a otros a soñar y elaborar nuevos caminos y estilos de vida”[2] y así dar todos y unidos un salto de caridad en todas las dimensiones. El mismo Señor ya nos había preparado con el llamado del Apóstol: “Renueven el espíritu de su mente” y luego renueven las estructuras y los procesos; procurar la formación integral permanente, “hasta que Cristo sea formado en ustedes” (Gál 4, 19).

Queridos sacerdotes, nuestras comunidades parroquiales necesitan sacerdotes renovados, convertidos a una vida nueva para anunciar algo nuevo, porque de lo contrario sólo ofreceremos más de lo mismo. La fe nos permite abandonar la lógica de la repetición, sustitución o conservación y nos invita a instaurar un tiempo siempre nuevo: el tiempo del Señor (el kairós). «Si una presencia invisible, silenciosa, expansiva y viral nos cuestionó y trastornó, dejemos que sea esa otra Presencia discreta, respetuosa y no invasiva la que nos vuelva a llamar y nos enseñe a no tener miedo de enfrentar la realidad»[3].

Mis amados sacerdotes, el cambio que con esperanza aguardamos para nuestra vida sacerdotal, a partir de la experiencia vivida en la pandemia, será fruto de la acción y unción del Espíritu Santo que, con su Presencia, hace que «el confinamiento se vuelva fecundo gestando la nueva comunidad apostólica»[4]. Dejemos que este Espíritu reavive en nosotros el don recibido y nos configure con Cristo, en su Pascua, de manera que aceptemos morir para resucitar, y así nuestra vida sacerdotal se convierta en una vida sacrificada, entregada, desgastada por hacer el bien a los hermanos, cumpliendo en todo la voluntad del Padre. En esta entrega sacrificada es donde podremos sentirnos amados por Dios, y es donde expresaremos el amor auténtico por nuestra gente. Esto es lo que debe ser el centro de nuestra vida sacerdotal: “El Padre me ama, porque doy mi vida”.

Debo reconocer, queridos sacerdotes, que la pandemia ya nos ha ido preparando para este cambio radical en nuestra vida sacerdotal, provocando la vivencia de la comunión, del sentido de pertenencia, de la fraternidad, la solidaridad y la unidad. Los felicito por su creatividad e iniciativa pastorales; por la solidaridad manifestada con sus hermanos sacerdotes; por el amor fraterno que han manifestado entre ustedes en estos días; por su paciencia y solidaridad con los sufrimientos de nuestro pueblo; por su fortaleza para soportar las carencias económicas. Sin embargo, es necesario que cuidemos que esta experiencia vivida no sea sólo un sentimiento provocado por el confinamiento; antes bien, la verdadera razón de esta experiencia de vida sacerdotal ha de ser el haber descubierto que todos necesitamos de todos y que nadie se salva solo; esto mismo nos moverá a seguir trabajando para acrecentar cada vez más entre nosotros la unidad, la solidaridad, la sinodalidad y la comunión como expresiones auténticas de nuestro amor a Dios y a los hermanos. En resumen, la pandemia se ha convertido en un llamado al amor fraterno y a la unidad.

Amados sacerdotes, este cambio que anhelo para todos nosotros y que la realidad nos exigirá, será posible por la acción del Espíritu Santo, que hace nuevas todas las cosas y provoca la alegría de la esperanza, como lo hizo con la Virgen María, a quien Isabel llamó dichosa por haber creído (cf. Lc 1, 45). El Espíritu de Dios ha estado acrisolando en el interior de nuestro presbiterio grandes virtudes, con una experiencia semejante a la que vive la mujer que dará a luz, cuando en su interior se está gestando un hijo y ella se prepara para el alumbramiento. Así como la madre acoge, cuida y se hace responsable de la vida que se está gestando en ella, así nosotros como presbiterio estamos llamados a favorecer, cuidar y hacer crecer de manera responsable esta nueva manera de entender y vivir la vida sacerdotal, de modo que resurjamos pascualmente como sacerdotes solidarios entre nosotros y con los feligreses, unidos como un sólo presbiterio con nuestras comunidades parroquiales, fraternos como miembros de una sola familia sacerdotal, capaces de vivir la sinodalidad pastoral y también de compartir las exigencias y las limitaciones materiales que resulten de esta experiencia. Dejemos que el Espíritu de Cristo resucitado nos enseñe a acompañar, cuidar y vendar las heridas de nuestro pueblo. Será nuestra la responsabilidad de hacer crecer esta vida nueva que se está gestando en el interior de nuestro presbiterio, protegerla y fortalecerla.

Queridos sacerdotes, no abortemos la vida nueva que se está gestado en el interior de nuestra familia sacerdotal; trabajemos con gozo y alegría para poder llevar a su madurez esto que el Espíritu de Dios ha creado en el seno de nuestro presbiterio (cf. Rom 8, 22), de manera que podamos dar a luz a un presbiterio renovado, santificado y consagrado por la presencia y la acción del Espíritu Santo. Así nos necesitan nuestros fieles.

Les encomiendo a todos un ejercicio de discernimiento de este signo de los tiempos que han de llevar a cabo en el seno de sus decanatos, haciéndose unos cuestionamientos y respondiéndolos con toda sinceridad como hombres de fe, esperanza y caridad pastoral ¿Qué virtudes está gestando el Espíritu de Dios en mi interior, en el interior de mi decanato y en el interior de nuestro presbiterio? ¿De qué nos está purificando? ¿Qué experiencias positivas he vivido en esta pandemia? ¿Qué necesito cambiar de manera personal y como familia sacerdotal? ¿A qué me comprometo y qué compromisos veo necesarios en el presbiterio para llevar a feliz término el cambio que Dios nos está pidiendo?

Asumamos el compromiso de poner los medios necesarios para resurgir después de la pandemia como nuevos sacerdotes, al estilo de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, porque las cosas tendrán que cambiar. ¡Pobres de nosotros y de nuestras comunidades parroquiales y de nuestras familias, si pensamos que después de esto volveremos a lo mismo que teníamos antes! No, tenemos que salir renovados, llenos del Espíritu Santo, como salieron los Apóstoles del cenáculo. Ellos también estuvieron encerrados por miedo. María los acompañó orando. Ella los sostuvo en la unidad. Ella los fortaleció con su amor de Madre y discípula fiel. Así también ahora a nosotros ella nos acompaña en este confinamiento y nos fortalece con su amor. Nos ayuda a capacitarnos para poder recibir, con un corazón abierto al Espíritu del amor del Padre para salir como los nuevos apóstoles de hoy a predicar la buena nueva con fuerza y alegría.

Animo, Sacerdotes de la arquidiócesis de Toluca. Animo, nuevos Apóstoles de hoy. Salgamos de este confinamiento, cuando lo marquen las autoridades competentes, llenos del don de Dios, ungidos, consagrados por Dios para ser sus testigos en el mundo de hoy.

Santa María de Guadalupe desde el principio ha acompañado fielmente al pueblo de México en las grandes pruebas que ha tenido en su historia. Ahora también, ella, que es madre y protectora de los sacerdotes y de todo el pueblo mexicano nos consuela, nos fortalece y nos conduce de una manera renovada hacia su Hijo: “Hagan lo que Él les diga”.

Que Dios que nos eligió y llamó para configurarnos con su Hijo, Pastor y Sacerdote, y nos ungió y consagró por la acción de su Espíritu, los guarde siempre y les colme de sus bendiciones. ¡Muchas felicidades a todos!

 

 

 

Francisco Javier Chavolla Ramos

Arzobispo de Tol

[1] FRANCISCO, a los sacerdotes de Roma, (31 de mayo de 2020).

[2] Idem.

[3] Idem.

[4] Idem.

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