Todo cristiano que une su propia vida y su propia muerte a la vida y muerte de Jesús, puede experimentar dicho acontecimiento como una ida hacia él y desde luego la entrada en la vida eterna. (Cfr. CIC 1020). Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (Cfr. CIC 1022). Los que mueren en la gracia o en la amistad con Dios están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven «tal cual es» (cfr.1 Jn 3, 2), cara a cara (cfr. 1 Co 13, 12; Ap 22, 4). Es decir, aquel cristiano por medio del sacramento del bautismo es injertado en Cristo, a vivir eternamente con él, en el cielo, que es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha (Cfr. CIC 1024). Ya que por la muerte y resurrección de Cristo se nos ha abierto el cielo.
Ahora bien ¿Qué sucede con aquellos que han muerto en gracia, pero imperfectamente purificados? La Iglesia católica llama purgatorio a una purificación final de los elegidos que es totalmente distinta a la del castigo de los condenados (cfr. 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7). La Iglesia que peregrina en la tierra se une con aquella Iglesia purgante. “Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico” (cfr. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos (cfr. CIC 1032).
¿Y qué es lo que “purgan” nuestros difuntos? Recordemos que los actos contrarios al amor de Dios (pecado), tienen dos consecuencias, la culpa y la pena temporal, la culpa es el mal realizado que nos ha alejado de Dios, rompiendo nuestra amistad con él, esta culpa nos crea el sentimiento del arrepentimiento cuando reconocemos que hemos ofendido a Dios, si acudimos al sacramento de la confesión, por su infinita misericordia seremos perdonados.
La otra consecuencia de nuestros pecados es la pena temporal, que son las consecuencias creadas a causa de nuestros actos contrarios al amor de Dios, y que pudieron afectar nuestra vida o a otras personas. Para poder resarcir la pena, la Iglesia nos ofrece el recurso de las indulgencias, las cuales podemos alcanzar en grado de días, meses o incluso de forma plenaria de acuerdo con la gracia otorgada al medio, que puede ser el rezo del Rosario, la lectura bíblica, o en ocasiones especiales proclamadas por el Santo Padre o por el obispo de nuestra comunidad.
Es así como por nuestra oración y con la gracia de la misericordia de Dios, podemos alcanzar en vida la pureza que nos permita gozar de la presencia de Dios en su reino celestial, y orar porque nuestros difuntos alcancen esta pureza y puedan pasar de la realidad del purgatorio a la presencia eterna de Dios.
INFIERNO
Si hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios nuestra vida tiene que estar íntimamente unida a él. Pero ¿qué sucede con aquellas personas que libremente han optado por no vivir en comunión con Dios? No podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: «Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él» (cfr. 1Jn 3, 14-15). Si afirmamos que creemos en la vida eterna estamos afirmando que vivimos en comunión con Dios, Jesús lo dice en su Evangelio “Yo Soy el Camino la Verdad y la Vida” (Cfr. Jn 14,6).
Reflexionando sobre esta afirmación de nuestra fe, podemos concluir que efectivamente, la desgracia del infierno no es una decisión arbitraria tomada por Dios, sino que es el resultado de negarnos a vivir en unidad con él, de vivir el amor que nos comparte tanto en amistad con él, como con nuestro prójimo.
Muchas veces caemos en la tentación de preguntarnos en dónde estarán los personajes que se han hecho conocer por su crueldad y desprecio por la vida humana a lo largo de la historia, si bien la palabra de Jesús es contundente al afirmar que los que lo vieron hambriento, forastero o enfermo en su prójimo y no hicieron nada por él serán expulsados de su presencia (Cfr. Mt 25, 31ss), también es cierto que su misericordia triunfa sobre el juicio (Cfr. St 2, 12. 13). Dejemos a Dios esta tarea que sólo a él compete, su amor y misericordia brindará a cada quien lo que en el amor haya hecho o dejado de hacer.
Finalmente, podemos concluir que el cielo es la comunión con Dios de manera permanente, disfrutar de la contemplación de Dios eternamente, y el infierno es la muerte eterna, vivir sin de Dios por siempre.