
Reflexión de Mons. Adolfo Miguel Castaño Fonseca, Obispo de Azcapotzalco, Responsable de la Dimensión ABP de la CEM
La humanidad padece y, con ella, “la creación entera gime y sufre dolores de parto” (Rm 8,22). Esta pandemia nos confronta de modo directo e inevitable con la condición frágil y vulnerable de nuestra lábil y caduca condición humana. Los millones de personas infectadas, a lo largo y ancho del planeta, y sobre todo los miles de fallecidos a causa de un diminuto, casi invisible agente patógeno, ponen de manifiesto lo endeble de nuestra existencia biológica.
El 27 de marzo pasado, el Papa Francisco, desde la vacía, lluviosa y desolada Plaza de San Pedro, nos ofreció una bella pero también interpelante reflexión: “Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió́ una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente”.
Ante la crudeza de la realidad, muchas veces de forma espontánea, como el salmista, clamamos: “¡Tu rostro buscaré Señor, no me escondas tu rostro!” (Sal 27,8-9; 102,1). El “rostro”, en el lenguaje hebreo, es una sinécdoque para referirse a la persona misma, a su presencia. El rostro es lo que se ve y con lo que vemos. Se tapa uno el rostro para no ver (cf. Ex 3,6; Is 53,3) o para no ser visto (cf. Job 24,15); “caer rostro en tierra” (cf. Lv 9,24) significa humildad ante algo grande. El “rostro de Dios” es un precioso antropomorfismo para designar su presencia. La exclamación del salmista es, con belleza poética, la legítima invocación de la asistencia divina. Necesita a Dios, su presencia y sus bendiciones. Si Dios nos “esconde su rostro”, estamos irremediablemente perdidos. Pero, ¿cuál rostro de Dios buscamos? ¿Qué tipo de presencia divina?
El rostro del Dios todopoderoso es siempre atractivo. Se antoja mucho un Dios que usa su omnipotencia para actuar en nuestro favor de forma asombrosa, a veces incluso mágica, lo más pronto posible. Fácilmente acudimos a Dios omnipotente, para pedirle que evite todo sufrimiento. No es erróneo invocar la omnipotencia divina. Es correcto. Pero, ¿por qué no abrir nuestros horizontes, para mirar y dar la bienvenida al “otro rostro” de Dios? Además del inefable, inmutable e impasible rostro del Señor del universo, con potestad ilimitada, para cambiar las leyes que él mismo decidió poner para regir su creación, él tiene “otro rostro” y “otra mano” además de la “poderosa”, con la que podría eliminar y desaparecer, arbitraria y mágicamente, todo mal del mundo.
El “otro rostro” de Dios es el de aquel que asume el sufrimiento, lo padece y le otorga nuevo sentido. Es el rostro del Dios que camina con su pueblo peregrino a través de la aridez del inhóspito desierto, el rostro de quien comparte las penas de su pueblo oprimido, conquistado o exiliado, el rostro del que está con su profeta fatigado, hambriento, sediento y perseguido. Es también el rostro del Dios que, pudiendo redimir al mundo muchas otras formas, prefirió sufrir la entrega de su Hijo amado. Es el rostro del Mesías sufriente, el genuino Siervo de Yahvé, el rostro del Crucificado, que aceptó la muerte para llegar a ser la Resurrección y la Vida, el rostro del peregrino que se acerca a los atribulados discípulos de Emaús y camina a su lado, aunque éstos no se den cuenta…
Más bien somos nosotros los convocados a comprender el sufrimiento de Dios. Entonces, al hombre que gime con dolor: “¡no me escondas tu rostro!”, Dios le responde sin argumentos teóricos, ni conceptos abstractos. Le contesta desde su identificación con el sufriente en la historia. Y con la mirada que emana de su “otro rostro” nos interpela, para que entendamos el insoslayable compromiso de ayudar a aliviar su dolor, el mismo de su creatura y de sus hijos.
Desde esta otra perspectiva, cambian los roles. Dios es el que tiene rostro sufriente. En la tesitura de tan fuerte paradoja, es el hombre quien ahora queda convocado para entrar en la dinámica del consuelo. Queda invitado a aprender a compartir el vaso de agua que calme al sediento, que ofrezca el bocado para mitigar el hambre del que carece de alimento, que alivie el frío del desnudo y del enfermo… Porque al final de todo, aquí está la presencia, viva y actuante en la historia, del Hijo del Hombre (cf. Mt 25,31-46).
Jesús, “el Otro rostro del Padre”, es su presencia cercana y misericordiosa. Por eso su proceder también desconcierta. Pudiendo actuar de modo portentoso, como hizo al abrir los ojos del ciego de nacimiento, prefiere seguir un camino distinto. Opta por “llorar” la muerte de su querido Lázaro, que llegar solo un par de días antes a Betania (¡qué trabajo le costaba!) y evitar que su muy amado amigo muriera (Jn 11, 6). El reclamo de las hermanas es más que legítimo, “si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano” (Jn 11,21. 32), pero tan miope, como muchos de nuestros reclamos. Si Jesús hubiese llegado antes, como era lógico, habría podido curar a Lázaro, no cabe duda, pero, ¿no habría sido eso un milagro más? De hecho, a san Juan no le interesan los milagros como tales, le importan cuando son “signos”.Jesús prefirió esperar. Sus tiempos son otros. Así, por medio de Lázaro, expresó su cercanía y compasión y se reveló como la Resurrección y la Vida.
Es totalmente legítimo invocar milagros para que desaparezcan los males en el mundo. Menos legítimo es pedir (a veces exigir) que esos tengan lugar en el tiempo y forma que a nuestro parecer es lo más conveniente y adecuado. Pero se abren interrogantes: ¿nuestros tiempos son realmente los de Dios? Todavía más fuerte, ¿qué será más necesario descubrir y experimentar en nuestra vida como creyentes?, ¿un dios con rostro de un gran taumaturgo (“milagrero”, perdonando la expresión)?, ¿o necesitamos experimentar la presencia del Dios cercano, del Padre misericordioso, la compasión del Hijo hecho “sarx” (carne, con todo su sentido de fragilidad y vulnerabilidad), que está a nuestro lado para compartir nuestras penas, sufrimientos y dolores? Desde luego, una consecuencia necesaria es que todo ello conduce a que, conociendo este “otro rostro”, podamos hacerlo nuestro en la relación con nuestro prójimo.
La crisis que estamos viviendo es una gran oportunidad para revisar nuestra vida. Para fortalecer nuestra fe y esperanza, sí, en el Dios eterno, inefable, todopoderoso…, pero entendiendo bien que él mismo tiene “otro rostro”, que es preciso buscar, el rostro que en Cristo nos ha revelado como Padre amoroso y cercano. Él está siempre con nosotros para acompañarnos en medio de la aridez de nuestros desiertos y sobre todo, para otorgar un nuevo sentido a nuestros sufrimientos, que alcanzan efectos salvíficos, unidos a la pasión de su Hijo, el “resplandor de la gloria del Padre y la imagen perfecta de su ser” (Heb 1,4).