Miramos nuestra experiencia.

 

En nuestra existencia, cuántas ocasiones nos hemos experimentado en crisis por la presencia de diferentes tentaciones, que nos inclinan e incitan al mal que no deseamos, al pecado? Pues no hago el bien que deseo, sino el mal que no quiero, eso practico. Y si lo que no quiero hacer, eso hago, ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo la ley de que el mal está presente en mí. Porque en el hombre interior me deleito con la ley de Dios, pero veo otra ley en los miembros de mi cuerpo que hace guerra contra la ley de mi mente, y me hace prisionero de ley del pecado que está en mis miembros (Rom 7, 19-23).

Etimológicamente, la palabra «pecado» viene del latín peccatum, que significa: «delito, falta o acción culpable». En griego, la lengua del Nuevo Testamento, «pecado» se dice hamartia, que significa: «fallo de la meta, no dar en el blanco», y se aplicaba especialmente al guerrero que fallaba el blanco con su lanza. Por último, en hebreo la palabra común para «pecado» es jattáʼth, que también significa «errar en el sentido, no alcanzar una meta, camino, objetivo o blanco exacto».

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