Todos los días, incluso cuando todo sale mal, le podemos decir al menos un “gracias” al Señor. Hasta el día más oscuro tiene su parte dorada: puede ser la sonrisa de un niño, la belleza de un paisaje, un gesto de ternura, un encuentro inesperado…

No nos durmamos sin decir “gracias” al Señor. No un “gracias” difuso e impersonal, sino un “gracias” preciso por algo específico. Cuanto más agradecemos, más razones encontramos para agradecer. La alabanza abre el corazón y los ojos a las maravillas de Dios.

 

[1¡Aleluya!]
Alaba, alma mía, al Señor:
2alabaré al Señor mientras viva,
tañeré para mi Dios mientras exista.

3No confiéis en los príncipes,
seres de polvo que no pueden salvar;
4exhalan el espíritu y vuelven al polvo,
ese día perecen sus planes.

5Dichoso a quien auxilia el Dios de Jacob,
el que espera en el Señor, su Dios,
6que hizo el cielo y la tierra,
el mar y cuanto hay en él;

que mantiene su fidelidad perpetuamente,
7que hace justicia a los oprimidos,
que da pan a los hambrientos.

El Señor liberta a los cautivos,
8el Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos.

9El Señor guarda a los peregrinos,
sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.

10El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en edad.
[¡Aleluya!]