+Adolfo Miguel Castaño Fonseca

Obispo de Azcapotzalco

Responsable de la Dimensión ABP

 

El sufrimiento es una realidad desconcertante y su origen, una interrogante. Hace ya más de cinco décadas, el Concilio Vaticano II, entre las cuestiones fundamentales, planteaba: “¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que a pesar de tantos progresos hechos subsisten todavía?” (cf. GS 10).

El evangelio de san Juan relata que los discípulos de Jesús vieron a un ciego de nacimiento y le preguntaron: «Maestro, ¿quién pecó para que naciera ciego?, ¿él o sus padres?». Jesús contestó: «Ni él pecó ni sus padres, sino que nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios».  (Jn 9,2). La enseñanza tradicional judía, por muchos siglos tuvo por cierta la teoría de que cada quien recibe su recompensa en esta vida. Los justos, que observan los mandamientos, recibirían bendiciones divinas durante esta vida y estarían al abrigo de cualquier daño, mientras que los malvados sufrirían toda clase de males (cf. Dt 30,15-20). La retribución por el bien y el mal que cada uno hubiera hecho se debía dar en el presente, ya que con la muerte todo habría terminado.

Sin embargo, la experiencia muestra que los justos sufren y triunfan los malvados (cf. Jr 12,1-4; Sal 73,3). «Hay justos que, a pesar de su justicia, van a la ruina y malvados que, a pesar de su maldad, viven muchos años» (Qo 7,15). Esto contradice la enseñanza tradicional. Entonces, ¿por qué sufren los que obran bien? ¿Cómo retribuye Dios a los que le sirven fielmente?

El libro de Job es crucial, pero no definitivo. Más que un personaje “real” o “histórico”, en el sentido una concreción particular, Job es simbólico. Es una insignia. Encarna al hombre justo, que sufre sin causa aparente. Es un personaje que llama a sentirse identificado con él. Es una figura emblemática en la que puede encontrarse un modo particular de conocer a Dios. En él puede verse reflejado cualquier persona de buena voluntad que logre encontrar sentido de Dios y de su misterio. No hay una respuesta al problema, pero sí lo replantea. La sabiduría humana no es suficiente como para poder pedirle razones a Dios.

En primer lugar Job critica un concepto mezquino de Dios. Uno hecho a la medida de los hombres, al que se le puede exigir que obre según los criterios y razonamientos humanos. Job terminará diciendo que él no conocía a Dios (Job 42,1-6), y el Señor reprenderá a los tres amigos porque ellos, intentando defender la doctrina tradicional, no hablaron bien de él. La sabiduría de Dios supera los razonamientos humanos y no se le pueden pedir explicaciones.

En segundo lugar, el sufrimiento humano no siempre se puede vincular al pecado. Tampoco se puede defender, sin más, que el padecimiento de los justos es un castigo. En Job tiene lugar una prueba, en la que se “juega una apuesta”, entre Dios y Satán. Mientras éste vaticina que Job actúa por mezquino interés, Dios en cambio apuesta por la impoluta fidelidad de su servidor. En este misteriosos escenario se cruzan líneas que los humanos desconocen y que generan interrogantes, cuyas respuestas son más que complejas. Por eso también, espontánea y legítima, detona la rebelión, como aparece de forma tan dramática en Job 3. El género literario de la poesía lo hace aún más impactante.

En medio de todo ese drama literario de excepcional crudeza, nos preguntamos: ¿Son sólo retóricas las expresiones tan acres, que aparecen en el libro de Job? ¿Se trata simplemente del género literario hiperbólico usado en el Antiguo Oriente? Pero si son realmente una forma de entender la existencia humana, ¿no sería más bien escandaloso que tengan lugar en las páginas bíblicas?

La investigación bíblica actual está de acuerdo, sin misterio alguno, ni motivo del menor “olor herético”, en reconocer que el personaje que presuntamente vivió en el país de Hus (al sureste del Mar Muerto) en realidad nunca existió. Pero no es necesario que haya habido alguien con esas características y circunstancias, ya que siempre han existido, existen y existirán muchos “Job”.

Cuando las personas se sitúan con lucidez ante la perspectiva del dolor, frente al sufrimiento que trastorna la existencia, como la enfermedad, la muerte de un ser querido, el temor por situaciones inciertas… el corazón de Job sigue latiendo, sus labios continúan abriéndose para interrogar y hasta encarnar su rebeldía. Las personas de fe, sacerdotes, religiosos, religiosas, no estamos exentos de experiencias tan duras. A veces las vivimos hasta con mayor dramatismo. Todos sin excepción somos proclives a hacer nuestro el grito desgarrador de Job. Por eso, no deja de ser admirable que la Biblia no haya “condenado” sentimientos tan humanos, sino que los haya considerado parte del texto sagrado, inspirado.

Comenta el P. Luis A. Schökel: “La sacra representación de Job es muy poderosa para admitir lectores indiferentes: quien no entre en la acción con sus preguntas y respuestas internas, quien no tome partido apasionadamente, no comprenderá un drama que, por su culpa quede incompleto. Pero si entra y toma partido, se hallará bajo la mirada de Dios, sometido a prueba por la representación del drama eterno y universal del hombre” (Job. Comentario teológico y literario, Madrid 2002,116).

El libro de Job no resuelve completamente la pregunta fundamental: ¿Por qué sufre el justo?, pero sí abre un horizonte muy amplio y rico que supera la visión tan miope del castigo equivalente a la culpa y del Dios “cuadriculado”, que actúa a base de esquemas inflexibles, diseñados con rigurosos parámetros. Sin negar que el Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento sea el mismo, sin embargo es totalmente falso que no haya existido un desarrollo en su revelación. El rostro de Dios, paulatinamente va siendo más claro y diáfano, hasta llegar a la plenitud de los tiempos. La respuesta definitiva también es vislumbrada y anunciada desde antiguo, como aparece sobre todo en la figura del Siervo de Yahvé que sufre para aliviar a otros. Pero para ese cumplimiento hubo que esperar varios siglos.

El dinamismo en que se va desarrollando la revelación  invita a entrever más allá, del sufrimiento por el pecado o como prueba. Apunta al Justo que se lamenta con su Padre (Mt 27,46; Mc 15,34), y obtiene la gloria de la resurrección para sí y para la humanidad que a él se acoge (cf. Heb 5,7-8). La respuesta que no encontró Job, ni tenía por qué encontrar, sólo llega con el que nos amó hasta el extremo.

Al contemplar a Cristo crucificado podemos descubrir el significado redentor del sufrimiento. La imagen de Cristo flagelado, herido, crucificado…, contrasta con la del Hijo eterno de Dios todopoderoso. Quizás nos guste más esta última imagen, la del Omnipotente, no la del Sufriente. Pero Dios no usó su poder infinito para salvarnos, con un acto extraordinario, mágico. ¡No! Quiso compartir el dolor humano, porque así nos demostró la grandeza y el poder del amor, hasta el extremo. «Por sus llagas hemos sido sanados». Su dolor y sufrimiento no sólo alivian los nuestros, les otorgan un nuevo y pleno sentido, que se llama “Redención”. Sólo quien es capaz de compartir el dolor de Cristo, puede responder a la pregunta crucial: “¿Por qué sufre el justo?”

Muchas veces nos dirigimos al Dios Omnipotente, para apelar su ilimitado poder. Le pedimos que, con un acto de magia, haga desaparecer los males, como la terrible pandemia que enfrentamos. Es legítimo. Pero ahora tenemos la oportunidad de experimentar la presencia divina de un modo diverso. No la del Dios “arcano”, sino del Padre “cercano”. No la del Hijo eterno y poderoso, sino la del Cristo que nos acompaña y sufre con nosotros, especialmente con los más vulnerables. «Dichosos los que sufren, porque heredarán la tierra» (Mt 5,49).

 

Write a comment:

*

Your email address will not be published.