Pedro García, Misionero Claretiano

El hecho de la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor tiene en los Evangelios una importancia muy grande. Como la tiene después para la vida de la Iglesia, que le consagra hoy una fiesta especial, la cual reafirma nuestra esperanza en el Señor Resucitado, pues sabemos que cuando se nos manifieste, transformará nuestros cuerpos mortales, eliminando de ellos todas las miserias, y configurándolos con su cuerpo glorioso e inmortal…

Lo que pasó en el Tabor lo sabemos muy de memoria. Este hecho tuvo muchas repercusiones en la vida de Jesús y de los apóstoles.
Sí, en la de Jesús ante todo. Porque Jesús no era insensible al dolor que se le echaba encima con la pasión y la cruz. La vista de la gloria que le reservaba el Padre por su obediencia filial fue para Jesús un estímulo muy grande al tener que enfrentarse con la tragedia del Calvario.
Para los apóstoles, ya lo sabemos también. Acabamos de escuchar a Pedro. Y sabemos cómo la visión del Resucitado ante las puertas de Damasco fue para Pablo una experiencia extraordinaria, que supo transmitir después en sus cartas a las Iglesias: -¡Nuestro cuerpo, ahora sujeto a tantas miserias, será transformado conforme al cuerpo glorioso del Señor!…
Así lo es también para nosotros. Porque la vida no se nos ofrece siempre risueña, sino que muchas veces nos presenta innumerables tribulaciones.

En esos momentos de angustia, recordamos con la visión del Tabor la palabra del apóstol San Pablo: “Comprendo que los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará” (Rom 8, 18).
Cuando todo nos va bien en la vida, solemos decir con Pedro: “¡Qué bien se está aquí!…” (Mt 17, 4).

Pero es cuestión de dejar el Tabor para después subir a Jerusalén con Jesús, es decir, hay que cargar con la cruz de cada día, porque en el Calvario nos hemos de encontrar con el Señor, para encontrarnos seguidamente con él en el sepulcro vacío…
La Transfiguración fue un paréntesis muy breve, aunque muy intenso, en la vida de Jesús. Detrás quedaban casi tres años de apostolado muy activo, en los que había predicado y hecho muchos milagros. Ahora había que enfrentarse con Getsemaní, la prisión, los tribunales, los azotes y el Gólgota. Pero la experiencia del Tabor le anima a seguir adelante sin decaer un momento.

Hay que tener fe en Dios, cuando nos brinda la misma gloria que a Jesucristo.

Porque si Dios nos ofrece el mismo cáliz que a su Hijo, es decir, la misma suerte en sus sufrimientos, es porque nos tiene destinados también a la misma gloria y felicidad que las de Jesucristo.
Jesús se manifiesta en el Tabor, más que en ninguna otra ocasión, como el esplendor de la gloria del Padre. Nadie ha visto la gloria interna de Dios. Pero mirando a Jesús envuelto en una luz que opaca y anula del todo la luz del sol, nosotros llegamos a entrever lo que es ese Dios que un día veremos cara a cara y que nos envolverá con sus esplendores. Esplendores que son ya ahora una realidad que llevamos dentro, aunque no los vemos. La Gracia del Bautismo nos ha transformado en esa luz que nos hace gratos, ¡y tan gratos!, a los ojos divinos…

¡Señor Jesucristo! ¡Qué grande, qué amoroso, y qué humilde, te muestras en el Tabor! ¿Cuándo nos será dado gozar de aquel espectáculo que enloqueció a los discípulos?
Ya vemos que nos preparas algo maravilloso en verdad. El caso es que sepamos merecerlo.

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