Saludo a todo el Pueblo de Dios congregado en sus casas ante esta emergencia sanitaria que estamos viviendo. Les felicito porque están reunidos protegiendo a su familia de este mal, obedeciendo las recomendaciones de las autoridades competentes.
Con esta celebración iniciamos la experiencia de vivir con Jesús su Misterio Pascual: su Muerte y su Resurrección. Lo haremos desde la situación peculiar que estamos viviendo frente la amenaza de poder enfermarnos y morir, y ante la incertidumbre de perder el trabajo y de la carencia económica.
En este Domingo de Ramos, entramos con Jesús a Jerusalén, adentrándonos en sus sentimientos y en su deseo de hacer la voluntad del Padre. En tres ocasiones Jesús expresó a sus discípulos la necesidad de ir a Jerusalén, y les advirtió la suerte que ahí le esperaba (cf. Mt 16, 21; 17, 22-23; 20, 18). Ellos le mostraron desacuerdo (cf. Mt 16, 22), tristeza (cf. Mt 17, 23) y ambición de poder (cf. Mt 20, 21), pero al final decidieron ir con él: “¡Vayamos también nosotros a morir con él!” (Jn 11, 16). En el corazón de Jesús está el deseo firme de hacer la voluntad de su Padre, como lo expresa en el Getsemaní (cf. Mt, 26, 39), por lo que no le detiene saber que en Jerusalén le esperan el dolor, el sufrimiento y la muerte. Vayamos también nosotros con él.
El pueblo, al verle llegar, le reconoce como “Hijo de David”, es decir, el Mesías, el enviado de Dios para salvar a su pueblo. La exclamación “Hosanna” significa: “sálvanos”. Jesús es el Mesías de Dios que viene a salvarnos, por eso exclamemos también nosotros hoy: “¡Hijo de David, sálvanos!” Sálvanos de esta pandemia, de este sufrimiento, de este dolor que provoca la amenaza de la enfermedad y la muerte, y de esta incertidumbre ante la aparición de la carencia económica, del hambre y de la privación de lo necesario para vivir dignamente. El gozo del pueblo que al ver llegar a Jesús exclama: “bendito el que viene el nombre del Señor” (Mt, 21, 9), debe ser también hoy nuestro gozo, en medio del temor, la incertidumbre y el dolor que vivimos.
No deja de ser desconcertante que Jesús entre a Jerusalén montado en un burrito, signo de humildad y mansedumbre. Nosotros quisiéramos verlo revestido de poder para que pueda salvarnos, y él se presenta como maso y humilde salvador del mundo. Depositemos en este Jesús nuestra confianza y la esperanza de poder resurgir como mejores personas, mejores familias, mejor sociedad y mejor Iglesia, después de haber pasado por el dolor, el sufrimiento, la enfermedad, y, tal vez la muerte de un ser querido. Con San Pablo digamos: “sé bien en quien he puesto mi confianza y estoy convencido de que él es poderoso” (2 Tim 1, 12). Amén.
Mons. Francisco Javier Chavolla Ramos
Arzobispo de Toluca